4 de octubre de 2017

Hace un par de días, en el gimnasio al que acudo por las tardes, una chica extranjera me preguntó si creía que habría una guerra en Cataluña. Esa pregunta, medio en serio medio en broma, creo que resume bien la atmósfera que se respira aquí estos días.

Cuando comencé este blog hace unas semanas, insistí varias veces en que, a mi alrededor, todo estaba tranquilo. La gente iba a lo suyo. Prácticamente nadie mencionaba la independencia, ni el referéndum, ni nadie veía ninguna revolución en el horizonte. He sido testigo alucinado de cómo, en pocas semanas, la situación social y política se ha degradado en una espiral de acción-reacción inverosímil, que ha arrastrado a muchos miles de personas con ella.

Estos días soy muy consciente de lo rápido que pueden cambiar muchas cosas. Hace días que recibo emails de conocidos en el extranjero, alarmados por lo que oyen en los informativos. Mi madre, con quien casi nunca había hablado de política, me envía ahora whatsapps llenos de preocupación. Por las noches oigo cassolades y gritos. Salgo de casa por la mañana y el barrio está lleno de pintadas independentistas. Leo hoy que CaixaBank ha dado instrucciones a sus empleados para tranquilizar a los clientes. Hay una tensa aprensión en el ambiente, en las conversaciones que oigo por la calle. Una persona con la que siempre había hablado en castellano de repente se ha empezado a dirigir a mí en catalán: ¿un despiste? ¿un acto consciente de lealtad lingüística, quizá? Uno ya no sabe qué pensar.

Ayer el Rey apareció por televisión pidiendo sin evasivas que se ataje la deslealtad de la Generalitat, lo que se ha interpretado en Madrid como la luz verde para suspender la autonomía. Hoy está prevista una alocución de Puigdemont desde la esquina opuesta del ring. Convencido de que ha nacido para protagonizar este momento, seguro que no tratará de serenar a nadie.

Recuerdo haber leído hace años una serie de entrevistas a personas que vivieron la Guerra Civil. Me sorprendió que muchas coincidieran en una cosa: les parecía imposible que pudiera estallar una guerra en España. Veían cómo la situación social se deterioraba pero se resistían a creer que en la sociedad en la que vivían pudiera ocurrir algo así: era inverosímil, impensable, la cosa no estaba tan mal. Y hace un par de días, me preguntan si creo que va a haber una guerra.

Pues, no creo que vaya a haber una guerra. Es inverosímil, impensable. No creo que estemos todos tan locos, ni que la Europa del siglo XXI se quedase callada, ni que haya una correlación de fuerzas que lo permita. Pero, ¿habrá conflicto? ¿Lleva Cataluña camino de convertirse en una “región en conflicto”, como ésas de las que oímos hablar en la tele y que siempre nos han parecido tan lejanas? ¿Se convertirán el choque contínuo y la violencia de baja intensidad en nuestra normalidad cotidiana? Me alarma que haya tanta gente dispuesta a que sea así, que parece andar buscándolo.